lunes, 13 de mayo de 2019

Robinson Crusoe



Era una fría tarde de invierno. Acababa de terminar de hacer los deberes. Tenía en mí una sensación de paz y tranquilidad muy grande, que me impedía hacer otra cosa que no fuera leer. Entonces, cogí el libro de la estantería, me acomodé en mi sofá y proseguí la lectura por el punto en que la había dejado la última vez que leí.
Llevaba ya dos semanas sin leer, debido a que no había tenido tiempo, por los muchos exámenes que había tenido la semana anterior, y cada vez que tenía que quedarme estudiando en mi cuarto hasta avanzadas horas de la noche, se apoderaba de mí una sensación de querer pero no poder.
El libro que estaba leyendo se llamaba “Robinson Crusoe”. Era una novela clásica inspirada en el siglo XVIII, en la que un hombre náufraga en una isla desierta en América, sobrevive durante 28 años y consigue huir con la ayuda de personas que van llegando a la isla durante su estancia allí.
Había llegado más o menos a la mitad del libro, cuando Robinson Crusoe se encuentra en su decimosexto año en la isla, y cuando vive las mejores aventuras del libro.
Cada palabra, cada párrafo, cada página, me mantenía con los cinco sentidos puesto en la lectura, y, en ese momento, si hubiera habido un terremoto, no me hubiera enterado, debido a que solo me ocupaba de la lectura, y nada más.
Estuve atento a las aventuras que le acontecían a Robinson Crusoe, y durante un rato, no pensé en nada más que en cómo se sintió Robinson Crusoe cuando llegó a la isla, y como manifestó su inmensa alegría al llegar a su casa, sano y salvo.
Todo esto hizo que durante más o menos media hora perdiera la noción del tiempo. Cuando me dí cuenta de la hora que era, mi sorpresa fue inmensa y, debido a ello, seguí leyendo con más ganas aún, sin darle importancia más a la hora que era, ni a la hora prevista para acabar la lectura.
El libro me estaba maravillando, y no podía parar de leer de ninguna de las maneras, así que prolongué mi tiempo de lectura unos minutos más, ya que estaba muy enganchado al libro.
Empezaba a tener un poco de sueño, pero mis ganas de leer eran incansables, y seguí leyendo, aun pensando que si prolongaba mucho mi tiempo de lectura, a la mañana siguiente estaría más cansado que de costumbre.
Había leído ya una gran cantidad de páginas, cuando de repente: ¡Aparecí en un barco rodeado de multitud de marineros!
Me encontraba en un estado de sorpresa, pero a la vez no sabía ni donde estaba, así que le pregunté a uno de los marineros:
-Buenas tardes. ¿Podría decirme en qué barco estamos?
-Hola buenas. ¿Es usted marinero?
-No.
-¿Y entonces qué hace usted aquí?
-No lo sé.
-Entonces tendrá usted que hablar con el capitán Robinson Crusoe. Ahora mismo estará contigo.
Cuando escuché ese nombre, el corazón me dio un vuelco. ¡Estaba navegando con Robinson Crusoe! Pensé entonces que no estaba en el siglo XXI, sino que estaba en el siglo XVIII: ¡Había viajado en el tiempo!
Cuando vi acercarse hacia mí a Robinson Crusoe, todo mi cuerpo desbordaba alegría. Mantuvimos una larga conversación en la que, para disimular, le expliqué que me había equivocado de barco, y, pese a las protestas de los demás marineros, el bueno de Robinson me dijo que podía formar parte de la expedición.
Yo le conté que había estado refugiado en la bodega durante un tiempo, y entonces él me contó su historia: hacía unos años, se había marchado de su casa de York porque quería conocer mundo, a pesar de la oposición de sus padres, y que casi murió en el intento. Más adelante, y gracias a un capitán inglés, fue rescatado de Marruecos, donde había sido llevado por los piratas que atacaron su barco, y este lo llevó a Brasil, donde se dedicó a plantar cañas de azúcar. Debido a la necesidad de tener nuevos esclavos, estaba viajando a África para llevarse de vuelta a Brasil unos cuantos esclavos negros.
Tras esta larga conversación, que duró aproximadamente una hora, cada uno nos fuimos a nuestros aposentos, ya que se acercaba la noche y había que descansar para la noche siguiente.
Durante tres días, el mar estuvo en calma, pero al cuarto una furia inmensa se desató en el mar. Las olas superaban los seis metros y todos teníamos mucho miedo. Tuve que ayudar en labores marineras, por mi bien y por el de los demás.
Llevábamos todo el día luchando contra la fuerza del mar, cuando, recién entrada la noche, una ola gigantesca nos engulló, y ninguno de los tripulantes del barco pudimos hacer nada.
Me vi en el agua, a punto de morir ahogado cuando, de repente, oí una voz cercana a mí que decía:
-¡Javier, despierta!
Entonces, aparecí otra vez en el sofá de mi casa, y me di cuenta de que todo había sido un sueño.
Abrí otra vez el libro por la página en la que me encontraba y continué leyendo.

Francisco Javier Burón Salazar (2º ESO A)

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